domingo, 17 de diciembre de 2006

Cambiar el canon

Publicado en “El País Semanal”



“Cambiar el canon”

La anorexia y la bulimia son trastornos mentales con graves complicaciones médicas que muy a menudo son disimulados y escondidos por la familia. Se puede vencer la bulimia y la anorexia pero, a largo plazo. Las recaídas y los ingresos hospitalarios son muy frecuentes. Y a pesar de un tratamiento adecuado, cierto número de enfermas/os se cronifican.
Hasta la fecha, no hay una técnica terapéutica única y suficiente eficaz para todos los pacientes. Tampoco existe un profesional que posea todos los recursos y energías para satisfacer todas las necesidades de estas enfermas/os. Hay escasez de unidades hospitalarias especializadas. Hay que mejorar el tratamiento ambulatorio. Los profesionales (psicólogos, psiquiatras, pedagogos, nutricionistas, médicos, trabajadores sociales) que abordan el caso deben estar coordinados.
El papel de la familia es fundamental en el proceso de recuperación. Los padres necesitan mucha ayuda para superar el miedo a la muerte de sus hijos, a las posibles secuelas de la enfermedad, a la creencia de haber sido malos padres.
Si queremos prevenir y rescatar a cientos de jóvenes de este calvario, es urgente plantearse muy seriamente cambiar el canon de belleza creado por nuestra sociedad. No fomentar la crítica, trabajar la aceptación del cuerpo y la autoestima desde muy pequeños. Adaner, la asociación de afectados y familiares de enfermos de anorexia y bulimia, te puede ayudar. www.adaner.org

~ Delfina Marco ~

jueves, 27 de abril de 2006

La Visita

3º Premio en el XI Certamen Literario “8 de marzo”
Ayuntamiento de Molina de Segura.


LA VISITA

Cuando atravesé la puerta principal, me propuse no derramar ni una sola lágrima ante ella. Tampoco la sometería a un interrogatorio, ni me lanzaría a su cama para besarla y abrazarla. Sólo deseaba verla. Acompañarla unos minutos. Una de sus miradas sería suficiente para saber si saldría o no de aquello. No acertaba a comprender lo que había hecho mi hermana. No pretendía juzgar su decisión  pero cuanto más pensaba en ello menos motivos, razones y porqués hallaba. Lo único que tenía sentido en aquellos momentos era que afortunadamente todavía permanecía entre nosotros. Un solo pensamiento se había hecho fuerte dentro de mí y me impedía relajarme. Si lo había intentado una vez, acaso ¿no recurriría a otros medios hasta conseguir su objetivo?
Me hubiera gustado entrar sola en el ascensor. Compartir un espacio tan limitado y escasamente iluminado con una docena de desconocidos aumentaba mi ansiedad hasta límites insospechados. Cuando por fin la puerta se abrió, respiré profundamente. Pero en vez de experimentar calma y sosiego, me sentí mucho peor. Aunque habían tratado, con gran acierto, de embellecer y humanizar aquel edificio, seguía siendo un enjambre de salas y pasillos donde la vida y la muerte se daban cita todos los días del año.
Al enfilar el pasillo que me conduciría a la estancia donde mi hermana se reponía de sus lesiones, sentí ganas de cancelar mi visita. Una gran contradicción e incertidumbre se adueñaron de mi estado de ánimo. Mis piernas se volvieron débiles, temblorosas. Mis enrojecidos ojos volvieron a humedecerse. Un dolor intenso se apoderó primero de mi estómago, después, de todo mi ser. Cuando mis pies habían recibido la orden de dar marcha atrás, la puerta se abrió y una enfermera me invitó a entrar.
- ¡Si desea verla, ahora es un buen momento! Pero no se exceda. Por ahora es mejor que no reciba demasiadas visitas. Acabo de inyectarle la medicación. Necesita descansar, ¡dormir le hará mucho bien!
Sosteniendo con mucha gracia y sensualidad una bandeja metálica y esbozando una estudiada sonrisa, la joven enfermera se introdujo en la habitación contigua. Ahora más que nunca yo debía ser fuerte, fría y racional. Cerré fuertemente las manos clavando las uñas en mis palmas. Respiré profunda y pausadamente, y con el escaso valor que pude reunir en unos segundos penetré en la habitación donde reposaba Mercedes.
La persona con la que compartí durante nueve meses el útero materno y los mejores veinte años de mi vida, giró su cara hacia la ventana para eludir mi presencia. Me desprendí del abrigo y del bolso. Dediqué los primeros minutos de mi visita a observar la estancia. Intenté acomodarme, tanto como me fue posible, en el sillón más próximo a su cama y, sencillamente, esperé.
A pesar de su palidez, sus largos cabellos alborotados, su extrema delgadez y aquel camisón que en nada le favorecía,  mi alma gemela  tenía mucho mejor aspecto del que yo esperaba encontrar. Hallarme ante ella no resultó tan impactante y traumático como llegué a temer cuando recibí la noticia a través de mi móvil.  Al cabo de un rato, sin girar su cabeza, Mercedes decidió acabar con aquel incómodo y absurdo silencio.
- No quiero ver a nadie, ¡vete, por favor!  Deseo estar sola.
- Me iré en cuanto te duermas. Y no tardarás mucho porque te han administrado un sedante.
- ¡Haz lo que quieras!  Es lo que acabas haciendo siempre.
Aunque  mi hermana evitó astutamente cruzar su mirada con la mía en todo momento, unas voces demasiado subidas de tono que provenían del pasillo y amenazaban con invadir, en breve, nuestro espacio la hicieron replegar sus defensas y se enfrentó por fin a mi mirada. Una profunda y desoladora tristeza se había adueñado de aquellos  preciosos ojos verdes que tan bien yo conocía. 
- ¿Qué sucede ahí fuera?- preguntó Mercedes desconcertada, - ¿Pero qué gritos son ésos? - exclamó asustada.
- Si quieres, voy a ver qué pasa.
- ¡Sí, por favor! - me suplicó mientras la tristeza de sus ojos se tornaba en pánico como si presintiera lo que estaba a punto de acontecer.
Me alcé del sillón tan rápido como me fue posible y al abrir la puerta descubrí la causa de semejante alboroto. Se trataba de nuestra madre que a escasos metros de nuestra habitación gritaba a todo el mundo como sí el mismísimo Lucifer se hubiera adueñado de todo su ser. El personal médico y sanitario que la acompañaban no sabía ya qué hacer para obligarla a deponer aquella insólita reacción.
La sensatez, la paciencia y la comprensión nunca habían figurado entre sus virtudes. Nuestra madre siempre se mantuvo distante y alejada de nosotras. Jamás se involucró lo suficiente en su faceta de madre y esposa. No supo ni pretendió nunca conciliar su vida familiar y laboral. Eligió sus negocios, sus viajes, sus amistades. Antepuso la fama y el dinero a su prole. Fueron nuestra abuela materna y nuestro padre, junto a un número indeterminado de canguros y asistentas, quienes nos alimentaron, asearon, educaron, escucharon, consolaron y mimaron. Lo más duro que yo creía que mi hermana y yo habíamos tenido que afrontar, hasta este momento, fue la pérdida de aquellas dos personas.
- ¡Es mamá!-, acerté a decir - ¡Viene hacía aquí muy alterada!
- ¡No dejes que entre aquí! ¡No quiero verla ahora! ¡Haz que se vaya, por favor! - me suplicó Mercedes agarrando mis manos con la fuerza de una niña pequeña y asustada.
No pude impedir la entrada a nuestra madre ni que mi hermana comenzara a temblar y a llorar desconsoladamente. La estreché contra mi pecho, aparte sus cabellos y besé sus mejillas. Un sudor frío cubrió todo su cuerpo. Temí que acabara desmayándose entre mis brazos. Mientras, nuestra madre hacia caso omiso a las indicaciones del médico que la acompañaba. Continuaba gritando y maldiciendo. El joven doctor que había perdido el control de la situación ordenó  al personal auxiliar que avisara a seguridad. 
- ¡Siempre igual, yo la última en enterarme!... pero ¿es que te has vuelto loca?  - le increpó mamá a Mercedes - Lo que has hecho es una estupidez. Acabo de hablar con tu marido. Hasta dentro de unas horas no podrá volar hacía aquí. Calculo que llegará a media noche. ¡Pobrecillo no podía ni hablar cuando le he contado lo sucedido! ¿Qué pretendes?-, preguntó con los ojos llenos de ira y desprecio- ¿Destrozarnos a todos la vida?
Aunque el médico y yo, olvidando los buenos modales, tratábamos de sacar de allí a una señora que nos doblaba la edad  era tanta su rabia e indignación que su fuerza física nos desbordó  y  a punto estuvimos los tres de acabar por los suelos. Insistíamos en que se callara, una y otra vez. Declinó finalmente su insensata e intolerable actitud cuando vio incorporarse a su hija de la cama, arrancarse los sueros e intentar saltar por la ventana. Aquella inesperada reacción nos cogió a todos por sorpresa, excepto a una corpulenta enfermera que se abalanzó hacia ella con tanto ímpetu y coraje que ambas cayeron al suelo. Mercedes perdió el conocimiento tras golpearse la frente contra el cabezal metálico de la cama.
- ¡Todo el mundo fuera de aquí! - gritó perdiendo toda compostura el médico.
 Abrí la puerta y corrí atolondradamente pasillo adelante, sin rumbo fijo, hasta que unos brazos pararon mi huida. Rompí a llorar tan desconsoladamente como no lo hacía desde años atrás, durante el entierro de mi padre.
Fernando, mi marido, me hizo entrar en el ascensor. Aunque yo no sentía ninguna necesidad física  el me ánimo a tomar unas galletas, una píldora y una infusión en la cafetería del hospital. Después escuchó muy atento sin soltar mi mano ni dejar de mirarme a los ojos la narración de todo lo acontecido. Cuando nos disponíamos a abandonar aquel lugar, una enfermera pronunció en voz alta varias veces mi nombre. En silencio nos condujo por un laberinto de pasillos al despacho del médico que llevaba el caso de Mercedes.
 El joven doctor, ya repuesto de aquel desagradable incidente, se mostró con nosotros sincero, objetivo y contundente.
- El estado de su hermana es muy preocupante. Quisiera equivocarme pero me temo que Mercedes está recibiendo algún tipo de maltrato y ha llegado al límite. Si no actuamos rápido, conseguirá lo que se ha propuesto: acabar con su vida. Es la tercera vez que su hermana visita este hospital-, señaló el doctor sin dejar de observarnos- Por sus caras deduzco que no saben de qué les hablo.
- ¿La tercera vez? ¿Pero que está usted diciendo? -balbucee confusa y contrariada.
- La primera vez que tuve la suerte o la desgracia de hacerme cargo de este caso aplicamos a mi paciente diez puntos de sutura en uno de sus brazos.
- ¡Pero aquello fue un accidente!-, exclamé indignada-, al romperse la ventana se le clavó un cristal. Fue mi cuñado, su esposo, quien la llevó al hospital.
- ¿Está usted completamente segura de que no fue un intento se suicidio? dijo el doctor mostrándonos el historial de su paciente.
- ¿Y la segunda… que insinúa usted que sucedió? pregunté abatida y desconcertada.
- Le realizamos un lavado de estómago. Y créame su hermana sabía muy bien lo que había ingerido y con qué propósito. ¡No se equivocó se lo aseguro!.
El miedo venció al pudor y a la vergüenza y rompí a llorar como una niña mientras Fernando me susurraba al oído tratando de calmarme. ¡No puede ser! repetía mentalmente una  y otra vez. Cómo había podido estar tan ciega. Decenas de confusos pensamientos y extrañas sensaciones surcaban mi cerebro. Me sentía tan culpable, tan estúpida. Mientras yo me sumergía más y más en aquel delirio en aquella batalla interna, el médico y Fernando continuaban hablando. Interrumpí su conversación preguntando si podía ver a mi hermana. El doctor negó con la cabeza.
Cuando salimos del despacho fuimos conducidos a una amplia e iluminada sala de espera. Yo permanecía de pie mirando al exterior a través de un gran ventanal. Fernando  sentado en un cómodo sillón sacó el móvil de su americana y efectúo varias llamadas.
Perdí la noción del tiempo. Imaginé que aquello no estaba sucediendo. Sólo se trataba de un estúpido sueño, una horrenda pesadilla fruto de mi inagotable imaginación. Mi marido pronunció mi nombre varias veces. No tuve más remedio que abandonar mi viaje y regresar a la realidad.
- Tenemos que sacar a tu hermana de aquí antes de que llegue Julio, ¡mírame!, ¿me estás escuchando?.
A mí siempre me inculcaron que hay que hacer frente a los problemas. Negarlos, esconderlos o tratar de huir era de cobardes. Pero Fernando cuya capacidad de análisis y decisión en los momentos difíciles siempre me había fascinado acertaba de lleno con aquella decisión. Si Mercedes era víctima de malos tratos no podríamos enfrentarnos a mi cuñado, a uno de los mejores psiquiatras del país, cuya fama y prestigio se extendían fuera de nuestras fronteras.
Custodiados por el médico la enfermera y dos compañeros de mi marido,  que vestían de paisano portando sus armas reglamentarias y una cámara de vídeo, penetramos como bandidos en la habitación de Mercedes. Cuando nos confirmo lo que ninguno de nosotros hubiera querido escuchar nos preparamos para abandonar el hospital.
- ¡Vamos a sacarte ahora mismo de aquí! dijo Fernando
- ¿Y a donde iremos? preguntó Mercedes mientras cerraba los ojos para no contemplar como la enfermera que le había salvado la vida dos horas antes extraía de su vena una larga y delgada aguja.
- ¡Al fin del mundo si es preciso! ¡Donde él jamás te encuentre! Vas a tener que renunciar a todo para conservar lo más preciado… la vida.  


~ Delfina Marco ~

domingo, 26 de febrero de 2006

Oficios en extinción

Publicado en “El País Semanal”

“Oficios en extinción”


He leído con sumo interés el reportaje titulado "Vida de Pastores" de Rafael Ruiz. Quizás el hecho de conocer, desde niña, a un hombre que lleva más de treinta años criando ganado ovino me condujo a leer en primer lugar este bien documentado reportaje, que posiblemente habrá pasado por alto para algunos lectores, porque a la gente del campo no se la valora ni respeta como debería. No saben lo que se han perdido.
Hoy en día todavía es posible observar en el campo a algún que otro pastor vigilando su rebaño de ovejas pero este oficio, en extinción, es demasiado sacrificado porque a los animales hay que atenderles todos los días del año.
Al igual que los protagonistas del reportaje de Rafael Ruiz,  la persona que me inspiró estas líneas me explicó, en una ocasión, porque esta vida ya no la quiere nadie. Me aseguró que en nuestro país se consume mucho cordero y que la calidad de esta carne resulta excepcional, sobre todo, si los animales salen a pastar al campo. También comentó que el precio de la carne casi se triplica, cuando llega a manos del consumidor. Si a esto añadimos que cada año las ayudas decrecen y cada vez resulta más complicado acceder a las subvenciones, queda claro porque dentro de unos años estos animales serán criados en granjas y la figura del ganadero-pastor pasará al olvido como otros muchos oficios, porque el relevo generacional se produce en contadas ocasiones.  


~ Delfina Marco ~