Publicado en “El País Semanal”
domingo, 10 de julio de 2011
jueves, 5 de mayo de 2011
El Fantasma
3º Premio en el XVI Certamen
Literario “8 de marzo”
Ayuntamiento de Molina de
Segura.
“El
Fantasma”
Hoy he
vuelto a discutir con Manuela. Está muy sensible últimamente. A la más mínima
rompe a llorar. Procura hacerlo a escondidas, pero casi siempre la descubro.
Igual es que padece mal de amores y no lo quiere compartir para no preocuparme.
Aunque ahora que lo pienso, salir no es que salga mucho. A mí parecer se dedica
muy poco tiempo, y eso siempre acaba pasando factura. En alguna ocasión, cuando
pierde los nervios, que siendo franca tampoco es muy frecuente, me ha llegado a
decir ¡que la tengo esclavizada!
El caso es
que para demostrarle mi enfado he decidido no merendar. Y eso que hoy tocan
natillas. Nadie las prepara como ella. Cuando le pregunto por la receta, la
condenada no suelta prenda. Dice que la enseñó su madre.
De un
tiempo a esta parte Manuela me reprocha que me enojo y enrabieto por cualquier
tontería. Ella tampoco reconoce que me lleva mucho la contraria, que se ha
vuelto muy estricta con los horarios y la rutina semanal. Y sobre todo muy
marimandona.
La cuestión
es que a menudo me repite que invento cosas, que tengo demasiada imaginación.
La otra tarde me llegó a decir ¡que vivo en otro mundo! De momento, a mí nadie
me ha demostrado que exista otro, pero quién sabe, con tantos adelantos que
tenemos hoy en día… De lo que sí me siento plenamente segura y convencida es de
que existen los fantasmas. Porque en casa tenemos uno. Cada vez que intento
demostrar a Manuela que este espíritu se ha instalado entre nosotras, o se echa
a reír como una histérica o a llorar con gran desconsuelo. Igual es que siente
miedo y prefiere ocultármelo.
Pero a mí
los fantasmas no me asustan. Tampoco los espíritus. Cuando era niña, mi abuela
siempre me decía que “hay que temer más a los vivos que a los muertos”. Además,
el fantasma de casa es pacífico, y muy juguetón. De vez en cuando me gasta
alguna broma. Todo queda en eso. Ayer tarde, tras mi siesta, pude comprobar que
había vuelto a hacer de las suyas. Se llevó de mi joyero una de mis pulseras
favoritas. Al principio me enfadé muchísimo. Pero luego comprendí que sólo se
trataba de un juego, porque la encontré dentro del costurero. Y como siempre,
acabé por disculparle.
Todos los
martes, cuatro veces al mes, Manuela me despierta un poco más temprano. Quiere
que esté vestida y desayunada para recibir a nuestro ángel de la guarda. ¡Mira
que es testaruda esta mujer! No se cansa de insistir en que debemos llamarla
por su nombre de pila, Rocío. Me ha explicado varias veces que mi ángel nos
visita semanalmente porque en eso consiste su trabajo. En comprobar nuestro
estado de salud y de ánimo. Se preocupa de que tengamos bien llena la nevera y
de que no falten las medicinas que debemos tomar cada día. Vigila que la casa esté
limpia y ordenada y que pese a lo solas que estamos nos sintamos felices. Me da
la impresión de que Rocío se ha encariñado con nosotras. Se la ve tan a gusto
que cualquiera diría que está trabajando y no de visita.
La zagala
es guapa y muy atenta. Le gusta escuchar. También tomar notas en su agenda.
Aunque a veces me repite lo mismo una y otra vez. Y le da por preguntarme cada
cosa… Unas veces quiere saber qué comí anteayer o si he terminado la casita de
punto de cruz que llevo meses bordando. Otras quiere que le conteste en qué mes
estamos o qué día es mi cumpleaños. Hay que reconocer que un poquillo
despistada sí que es.
Pero si, como dice Manuela, visita varios domicilios
cada día no me extraña que se olvide de mis respuestas, con tantas cosas que
debe memorizar.
El caso es
que yo nunca se lo tengo en cuenta. Nadie es perfecto. Ella y Frida son casi
las únicas compañías que tenemos. Frida es una vecina que acude a nuestro
hogar, unas horas, cada día para ayudar en las tareas, mientras Manuela sale a
la calle a comprar y a distraerse un rato. Al principio, por ser de fuera, tuve
mis reservas pero desde hace tiempo es una más de la familia. Hace mucho que
dejó de importarme el color de su piel.
En ocasiones mientras Frida pasa la
aspiradora, moviendo las caderas al compás de la música Salsa que tanto le
gusta escuchar, yo aprovecho para quedarme sola en el salón. Me siento en mi
sillón y fijo la vista en el único cuadro que preside la sala. Lo miro y
remiro. Nunca me canso. Me serena el cielo tan azul, despejado por completo de
nubes. Me seducen los distintos verdes de los arboles. Disfruto de los tonos
ocres, beige y marrón. Y del blanco inmaculado de las calles, tan estrechitas y
empinadas. No recuerdo cuándo lo compré ni quién lo pintó, pero sí lo que
representa. Es el pueblo donde vine al mundo y probablemente viví los mejores
años de mi vida. Mi tierra a la que tanto me gustaría regresar. A Rocío le
hablo mucho de ella. De sus gentes, paisajes, historia, cultura, tradiciones y
fiestas. A menudo acabamos las dos echándonos unas risas. Sobre todo cuando le
cuento la mayor de las travesuras que cometí siendo niña. Mi familia siempre
tuvo gallinas. Era mi abuela la que recogía cada mañana los huevos, y las
sacaba al corral para que tomaran el sol y camparan a sus anchas. La mujer las
quería con locura. Sin embargo a mí me daban asco y miedo.
Tanto las llegué a aborrecer que decidí acabar con
ellas. Un domingo por la mañana les di de comer pan y trigo empapados en vino.
Nunca olvidaré los gritos, lloros y aspavientos de mi abuela cuando al regresar
de misa descubrió lo sucedido. Si la memoria no me traiciona, esa fue la única
vez que mi abuela me dio un bofetón con su inmensa mano huesuda. Debió dolerle
más a ella que a mí. Lo peor de todo
fue que me castigaron una semana sin tomar fruta. Y eso que las puñeteras
gallinas a la mañana siguiente amanecieron tan escandalosas, arrogantes y
asquerosas como siempre.
A Manuela
no le agrada escuchar mis historias. Las evita siempre que puede y cuando le
pregunto si vamos a ir al pueblo me desvía la mirada y tuerce el gesto. Debió
de llevarse una gran decepción o un tremendo disgusto. Quizás ambas cosas.
Nunca me ha explicado por qué no quiere volver.
El caso es
que descubrí, hace una semana, que con algún familiar o amistad continúa
teniendo contacto. Porque aunque ella fue rauda y veloz en esconderlo, yo
llegué antes. Y pude leer, escrito a mano en letras mayúsculas, la procedencia
del paquete que Frida colocó sobre la bancada de la cocina.
Dicen que
la vida te da sorpresas. Y vaya si te las da. Pocos días después de recibir el
misterioso obsequio sucedió algo que seguro tardaré en olvidar.
Una mañana por fin pude conocer a mi
fantasma. Una mujer ya entradita en años. La vi reflejada en el espejo de mi
alcoba. Al principio me sobresalté, pero luego me sedujo su tierna e inocente
mirada. Su sonrisa me cautivó. Grité varias veces el nombre de Manuela. Cuando
por fin se presentó, en vez de alegrarse del suceso que estaba aconteciendo, se
puso blanca como la pared.
Me sorprendió su expresión de perplejidad cuando
comenzó a temblar y casi en un susurro, entre sollozos y a trompicones,
exclamó:
-
¡Basta ya! Abre los ojos. Sal de tu mundo. No hay ningún
fantasma.
No existen los fantasmas. Mírate. Eres tú. María, ¡mi
madre!
Seguí mirando al espejo, mientras, Frida entró y la
abrazó obligándola a salir del cuarto. Cerré la puerta y permanecí mucho rato
observando al fantasma. Y pensando en lo
que me había dicho. Pero qué ocurrencia y qué mal gusto el de esta muchacha. De
sobra sé que es mi única sobrina. Y el fantasma sorprendentemente se parece
mucho a mí. Tanto como una hermana gemela.
Menos mal
que durante varios días mi ángel prácticamente se instaló en casa y medió entre
nosotras. Fue tal el disgusto y berrinche que sufrí, que durante tres días me
negué a salir de mi cama. Todavía no he perdonado a Manuela, del todo, pero la
quiero tanto. Puede que incluso más que a una hija.
Hace poco
Rocío me ha explicado que en verano viajaremos a mi pueblo. Es muy probable que
ella y también Frida nos acompañen. Parece muy sincera. Aunque tengo mis
reservas. Igual me lo dice para tenerme conforme y serena. No termino de
entender por qué Manuela ahora sí está dispuesta a visitar el pueblo. Aunque
muy entusiasmada no se la ve. A Frida le pregunto, cada dos por tres, si conoce
el motivo de su cambio de actitud. Ella calla y sonríe. A saber que se llevarán
estas dos entre manos.
Aunque
Rocío me repite cada semana que tengo tiempo de sobra para preparar la maleta,
ya ando en ello. Es tan grande la ilusión que siento por regresar a mi tierra y
reencontrarme con mis parientes, pocos deben quedar ya, que me cuesta decidir
lo que quiero llevar. Además el tiempo allí es muy traicionero. A veces, aun
brillando el sol, una manga larga no molesta.
Después de mucho insistir, a cabezona no me gana
nadie, he logrado sonsacarle a Manuela que nos alojaremos en casa de una de mis
primas. No hubiera estado de más que me concretara con cuál de ellas. He
preferido no presionarla porque estoy más alegre que unas castañuelas, y no voy
a consentir que ella ni nadie me ponga de mal humor.
Lo que no termino de tener muy claro es si el
fantasma también nos acompañará o preferirá quedarse en casa.
~ Delfina Marco ~
domingo, 27 de marzo de 2011
Prevenir el machismo
Publicado en “El País Semanal”
“Prevenir
el machismo”
He leído con interés el reportaje sobre si
se puede cambiar al hombre que maltrata a la mujer. Quizás estas terapias de
rehabilitación consigan que algún maltratador no vuelva a reincidir, pero no
creo que funcionen con la mayoría. El maltratador sabe perfectamente lo que
está haciendo. Al menor indicio hay que salir corriendo, sin dudar ni cuestionar
nada. Mejor escapar antes de que llegue el primer golpe. Las cosas sólo podrán
ir a peor. Hoy más que nunca, las madres y padres tenemos que luchar por no
encarrilar, sobre todo a nuestros hijos varones, por la senda del machismo.
Nuestros niños y adolescentes están excesivamente habituados a la violencia,
algo que me parece extremadamente peligroso. Debemos enseñar a los niños que la
mujer no es un ser inferior, una propiedad, y a las niñas, a que no confundan
nunca amor con sumisión, y a que rechacen aquellas situaciones en las que se da
por supuesto que son ellas las que deben supeditarse. Creo que es mucho más
complicado rehabilitar y reinsertar que educar y prevenir. Tenemos que cambiar
de actitudes y comportamientos, dentro y fuera de casa para no gestar futuros
verdugos y víctimas.
~ Delfina Marco ~