Cuando escuché hace
unos días, en un programa de televisión, que en España más de medio millón de
escolares sufre o ha sufrido acoso escolar me sentí fatal. Y cuando vi reflejada e incrustada la pena,
la amargura y una desoladora tristeza en la cara de una madre, de Montserrat
Magnien, se me humedecieron los ojos y sentí ganas de fundirme con ella en un
abrazo intenso, cálido y silencioso. No creo que esta madre se reponga nunca de
la muerte de su hija Carla. Una chiquilla de catorce años que acabó
suicidándose en Asturias, por el acoso escolar continuado y permanente que
padecía desde hacía tiempo.
Si afrontar la
muerte de un hijo, dicen, que es la experiencia más dura y traumática que toda
madre y padre pueden soportar, cuanto mayor será ese dolor sabiendo que la
causa que provocó esa pérdida irreparable fueron los insultos, las burlas,
coacciones, amenazas, humillaciones y agresiones sufridas en silencio durante
demasiado tiempo. Infligidas por parte
de unos niñatos agresivos y peligrosos, de unos inconscientes prepotentes,
salvajes intolerantes con una carencia desmesurada de compasión, de humanidad.
También me
impactaron las miradas, los gestos y las voces de algunos jóvenes que se
atrevieron a contar, delante de cámara, su pesadilla su experiencia como
menores acosados, víctimas de bullying o de sexting. Niños rotos
que arrastrarán problemas psicológicos durante años, porque otros compañeros
decidieron ejercer una violencia verbal y/o física sobre ellos simplemente por
ser guapos o feos, altos o bajos, delgados u obesos, pelirrojos, rubios,
morenos, zurdos, daltónicos, con estrabismo o problemas de tartamudez o vete tú a saber por qué.
Y cómo no pensar
también en los padres de esos menores, verdugos sistemáticos e implacables,
capaces de causar tanto sufrimiento a un igual. Cómo miraría yo a mis hijos
sabiendo que con sus actos indujeron y empujaron a un callejón sin salida a un compañero, que
optó por quitarse la vida antes que seguir recibiendo tanto daño emocional y
físico.
Muy breve me parece
la condena de cuatro meses de tareas socioeducativas impuesta a las menores que
acosaron a Carla. Dudo mucho que en esa franja tan pequeña de tiempo, se pueda
dotar a los agresores de una elevada dosis de empatía, de control de impulsos,
de compasión, de solidaridad. Administrarles una medicina, fórmula o antídoto
para modificar conductas y comportamientos. Que conciencie, forme e impida
infligir violencia verbal o física a un ser humano con los mismos derechos,
obligaciones, virtudes, talentos, defectos, imperfecciones, carencias, errores
y aciertos que cualquiera de ellos.
Como sociedad,
enferma que suele mirar para otro lado guardando sus valores morales en algún
cajón, no podemos consentir que miles de menores, de familias continúen
sufriendo el calvario de un acoso escolar. Un devastador e injusto castigo, un tormento
cotidiano que nadie merece. Desde el hogar, desde la escuela vamos a tener que
abrir mucho más ojos y oídos para detectar cualquier indicio de acoso. Y actuar
rápidamente tomando las medidas oportunas, efectivas, contundentes y radicales,
para proteger desde el minuto cero a la víctima. Mente y cuerpo en pleno
desarrollo, muy vulnerable y frágil.
El acoso escolar no es "cosas de niños”. Solo se podrá erradicar con la prevención, con la
educación, la concienciación social y el trabajo en equipo. Enseñando a los
niños técnicas de negociación y comunicación, respeto, tolerancia, empatía,
asertividad y compasión a raudales.
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