sábado, 22 de noviembre de 2014

Qué vida más diferente.



He de confesar que veo muy poca televisión. ¡Para lo que hay que ver! Prefiero invertir mi valioso tiempo en otras actividades que me reportan más conocimientos y provecho. Procuro ser muy selectiva. Medios para estar en teoría “bien informados”, libres de tanta manipulación afortunadamente disponemos de unos cuantos.
Hace unos días, mientras cocinaba, labor un tanto ingrata y tediosa para mí, admiro a los que se apasionan, experimentan y disfrutan con esta actividad, recurrí a la televisión por aquello de sentirme un poco acompañada. En cuestión de unos minutos reflejaron muy bien lo distinta que resulta la vida para los mortales. Y la verdad, me impactó. Fue tan sencillo y directo.

Primero visualicé las imágenes del funeral de una aristócrata. A la que según ese medio de comunicación y otros, parece que estábamos, poco más o menos, todos obligados a lamentar y llorar públicamente su muerte. Con todos mis respetos hacia la difunta, a mí no me causó mayor sensación o desvelo. Tristeza, como es lógico y natural, sentirá su familia y sus allegados. Su vida fue longeva. Por edad, por ley de vida era previsible. Inmortales no somos. Cuantas personas se encuentran con la muerte mucho antes de lo previsto. Se quedan a mitad de camino, con mucho que ofrecer y disfrutar. Además en este caso sabido es que esta mujer tuvo una buena vida. Impresionante comparada con la de una gran mayoría.

Las segundas imágenes que vi, el desahucio de una mujer octogenaria, no me dejaron tan indiferente. Estas sí que me rozaron el corazón. Lo primero que pensé fue que probablemente esa familia también esté pronto de funeral. Tanta necesidad, tanta urgencia, acaso le va la vida, el pan de sus hijos en ello, tiene la entidad bancaria o el prestamista de cobrar esa deuda. Con 85 años que al parecer tiene la señora, bien podrían haber esperado un poco para recuperar ese bien. Contaron después que la abuelita perdía su casa por avalar con ella un préstamo de su hijo.
Si esta mujer se hubiera dedicado a despilfarrar y malgastar su dinero, en lujos y caprichos inaccesibles para ella. A invertirlo en turbios negocios, a malversar, a sobornar, a corromper. A defraudar a hacienda, entendería bastante mejor la obligación de confiscarle sus propiedades. Pero mucho me temo que esta pobre señora habrá pasado toda su vida trabajando, ahorrando lo que haya podido, para vivir con sencillez y al día, ayudando a ese hijo en todo lo posible. Muy duro y tremendo acabar así.

Cuando leo que las enfermedades y trastornos mentales han aumentado considerablemente, y también los intentos numerosas veces fallidos de suicidio, no me extraña en absoluto. Lo que verdaderamente me sorprende es que con todo lo acontecido en los últimos años, más de uno no haya perdido la cabeza. En el fondo creo que la gente es demasiado buena y dócil. Acepta y se deja llevar. Por supuesto yo nunca propondría o defendería utilizar la violencia para conseguir una sociedad más justa y humana. Pero la imagen de debilidad, de desasosiego, de tristeza de esa octogenaria me sigue haciendo pensar y reflexionar. ¿Qué será de nosotros?

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