Hace
unos días me ofrecieron escribir sobre el 8 de marzo, el Día Internacional de
la Mujer, y a punto estuve de rechazar la propuesta. Y qué voy a decir yo,
pensé, qué puedo aportar, qué necesidad de exponerme públicamente, de intentar
ser creativa, original, cuando todos sabemos perfectamente cómo deberíamos
comportarnos y actuar para que la igualdad entre mujeres y hombres, en todos
los ámbitos de la vida, fuera ya de una vez real y efectiva.
Dudando
en sí aceptar o no este reto les comenté por whatsapp a algunas mujeres de mi
entorno, y también en mi lugar de trabajo, la propuesta que me habían hecho y
les pedí colaboración, que compartieran conmigo sus ideas, reivindicaciones y
sugerencias. Reaccionaron de forma tan rápida y enriquecedora que me siento un
poco abrumada, porque resulta imposible plasmarlo todo en tan poco espacio. ¡Qué
gran responsabilidad escribir ahora!
Aunque
algunas se sientan más o menos identificadas o representadas con los actos, celebraciones,
concentraciones y manifiestos del 8M, todas coinciden en que hay que acabar con
el machismo, con la desigualdad estructural entre hombres y mujeres. Pero sin
formar dos bandos, sin culpabilizar a los hombres ni victimizar a las mujeres,
sino forjando otra realidad, otros modelos mucho más igualitarios, equitativos,
libres y sanos tanto para unas y otros.
Y
para llegar a esto hay que terminar con los roles y estereotipos de género, con los conceptos, actitudes y comportamientos
que encasillan, determinan y condicionan tanto a mujeres como a hombres. Que
limitan expectativas y metas provocando desigualdad y discriminación. Y esto,
que seguimos inculcando y transmitiendo todos de manera inconsciente, solamente
puede ser desmontado y corregido con una potente herramienta, la educación.
Hay
que educar en igualdad, en valores, desde todos los frentes, todos a una, familia, escuela y sociedad. Y también en
relaciones de pareja, en sexualidad. Hay que enseñar a querer, a amar desde la
libertad, el respeto y el diálogo, porque a edades cada vez más tempranas ya
están practicando ellos y sufriendo ellas violencia de género. Y no hay mayor
fracaso y catástrofe en una sociedad que los más inocentes y vulnerables, los
menores, sufran abuso y violencia por nuestra incompetencia y terquedad a la
hora de sustituir modelos caducos y dañinos. Permitamos que la escuela ayude a
las familias a prevenir y romper los modelos de convivencia tóxica basados en
unos roles de género sexistas. Cuidemos en casa, en nuestras relaciones de
pareja, nuestros gestos, formas y palabras porque los menores son esponjitas,
espejos que imitan y reflejan lo que ven.
Afrontemos
también de una vez, eduquemos en ello, que las responsabilidades domésticas, el
cuidado y la educación de los hijos, la atención a las personas mayores y
enfermos tienen que asumirse y repartirse de forma equitativa. Porque ese
sobreesfuerzo, esa doble jornada, ese rol de cuidadora que en la mayoría de los
casos asume en un elevado tanto por ciento la mujer trabajadora, parece que nos
viene impuesta de fábrica, genera agotamiento físico y emocional, y mucha
frustración. Que la mujer se sienta la ‘mula de carga’ conlleva un incremento
de las tensiones en la vida familiar y antes o después acaba pasando factura,
rompiendo parejas.
El
eterno rol de ‘cuidadoras’ también nos perjudica a nivel laboral. Me comentó
una vez un empresario que no contrataba a más mujeres no porque no hicieran
bien su trabajo, sino porque cuando no eran los hijos, eran los padres los que
las reclamaban debiendo pedir permisos y reducciones de horario para
atenderles.
Todos
coincidimos en que se han producido muchos avances, pero la mujer todavía no ha
alcanzado la igualdad en el ámbito laboral respecto a oportunidades, trato y
resultados. Con la misma formación, capacidades y habilidades muchas mujeres
realizando el mismo trabajo siguen ganando menos que sus compañeros hombres.
¿Por qué? Además, las mujeres tienen mayores tasas de paro, empleos más
precarios, y menos oportunidades de progresar y ascender en su trayectoria
laboral. Y la maternidad sigue condicionando e impidiendo la contratación de
mujeres, y continúa siendo un motivo de no renovación de contrato y de despidos,
muy bien camuflados. Si sumamos a esto las dificultades que tienen las mujeres
con discapacidad para acceder al trabajo, o para reincorporarse las que sufren
secuelas por haber superado un cáncer, o la invisibilidad que se ha impuesto a
las mayores de cincuenta años, el panorama es desalentador y tan, tan injusto. ¡Cuánto
potencial, talento y experiencia desperdiciados!
Preguntémonos
cada día qué tipo de sociedad queremos para nuestras hijas e hijos y actuemos
en consecuencia. Las mujeres, nuestras antecesoras, fueron capaces de plantar
cara, batallaron, rompieron moldes para ser libres, para poder elegir y tomar las riendas de su vida, siendo
mucho más que esposas y madres. Nosotras hemos entrado en el mundo de los
hombres, y ahora les toca a ellos hacerlo en el de las mujeres.
Queremos
hombres, compañeros de viaje, que nos acompañen, sientan, vean y traten como a
iguales. Que no vayan ni por delante ni detrás sino a nuestro lado. Hombres
empáticos, sensibles, auténticos, que expresen y compartan sus emociones, que
se escuchen y conecten consigo mismo, que abandonen esos roles machistas que
tanto les exigen y perjudican.
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