He de confesar que veo muy poca televisión. ¡Para lo que hay
que ver! Prefiero invertir mi valioso tiempo en otras actividades que me
reportan más conocimientos y provecho. Procuro ser muy selectiva. Medios para estar en teoría “bien
informados”, libres de tanta manipulación afortunadamente disponemos de unos cuantos.
Hace unos días, mientras
cocinaba, labor un tanto ingrata y tediosa para mí, admiro a los que se
apasionan, experimentan y disfrutan con esta actividad, recurrí a la televisión
por aquello de sentirme un poco acompañada. En cuestión de unos minutos
reflejaron muy bien lo distinta que resulta la vida para los mortales. Y la
verdad, me impactó. Fue tan sencillo y directo.
Primero visualicé las imágenes
del funeral de una aristócrata. A la que según ese medio de comunicación y
otros, parece que estábamos, poco más o menos, todos obligados a lamentar y llorar
públicamente su muerte. Con todos mis respetos hacia la difunta, a mí no me
causó mayor sensación o desvelo. Tristeza, como es lógico y natural, sentirá su
familia y sus allegados. Su vida fue longeva. Por edad, por ley de vida era previsible.
Inmortales no somos. Cuantas personas se encuentran con la muerte mucho antes
de lo previsto. Se quedan a mitad de camino, con mucho que ofrecer y disfrutar.
Además en este caso sabido es que esta mujer tuvo una buena vida. Impresionante
comparada con la de una gran mayoría.
Las segundas imágenes que vi, el
desahucio de una mujer octogenaria, no me dejaron tan indiferente. Estas sí que
me rozaron el corazón. Lo primero que pensé fue que probablemente esa familia también
esté pronto de funeral. Tanta necesidad, tanta urgencia, acaso le va la vida,
el pan de sus hijos en ello, tiene la entidad bancaria o el prestamista de
cobrar esa deuda. Con 85 años que al parecer tiene la señora, bien podrían haber
esperado un poco para recuperar ese bien. Contaron después que la abuelita
perdía su casa por avalar con ella un préstamo de su hijo.
Si esta mujer se hubiera dedicado
a despilfarrar y malgastar su dinero, en lujos y caprichos inaccesibles para ella.
A invertirlo en turbios negocios, a malversar, a sobornar, a corromper. A defraudar
a hacienda, entendería bastante mejor la obligación de confiscarle sus
propiedades. Pero mucho me temo que esta pobre señora habrá pasado toda su vida
trabajando, ahorrando lo que haya podido, para vivir con sencillez y al día,
ayudando a ese hijo en todo lo posible. Muy duro y tremendo acabar
así.
Cuando leo que las enfermedades y
trastornos mentales han aumentado considerablemente, y también los intentos
numerosas veces fallidos de suicidio, no me extraña en absoluto. Lo que
verdaderamente me sorprende es que con todo lo acontecido en los últimos años,
más de uno no haya perdido la cabeza. En el fondo creo que la gente es
demasiado buena y dócil. Acepta y se deja llevar. Por supuesto yo nunca
propondría o defendería utilizar la violencia para conseguir una sociedad más
justa y humana. Pero la imagen de debilidad, de desasosiego, de tristeza de esa
octogenaria me sigue haciendo pensar y reflexionar. ¿Qué será de nosotros?
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