Si algo voy teniendo claro,
con el paso de los años, es que a las personas no se las puede clasificar ni
por razas, ni por religiones. Toda cultura y forma de vida es igualmente
válida. No existe una verdad absoluta. Todo es cuestionable. Hay cientos de
matices. Nadie tiene derecho a juzgar la conducta y las opiniones de otro, siempre
y cuando respeten y cumplan los derechos humanos. Nos unen más similitudes que
diferencias. Me niego a pensar que con suficiente sabiduría, lucidez y
moderación resultemos tan incompatibles como para segregar odio, xenofobia,
enfrentamiento y muerte.
Creo que la única clasificación
coherente y válida sería dividir a la humanidad en personas buenas y personas
malas. Y entre esas personas malas, ni lo duden, existen los demonios. Demonios
que tergiversando e interpretando a su antojo sus creencias y legado, pretenden
apoderarse de la riqueza y el poder de sus países de origen, y del resto del mundo si encuentran la suficiente
confusión, desequilibrio, desencanto y división como para penetrar por una
rendija y extenderse como la hiedra.
Que nadie se confunda nunca.
Cualquier doctrina, venga de donde venga, que coaccione y fuerce, que
aterrorice, que se imponga por la fuerza, que someta a sus fieles a un
pensamiento único, y llame a matar a quien no crea en ella, en nombre de un
profeta, de un dios, o de una fuerza sobrenatural, lo mismo me da, eso nunca es
religión, eso es otra cosa.
Si nos tomamos la molestia
de comparar lo que unas y otras religiones proponen no existen grandes
diferencias. El cristianismo, el islam, el judaísmo hablan en sus textos de
vivir en paz consigo mismo y con su prójimo, de hacer el bien, de practicar la
bondad, el perdón y la misericordia. Otra cosa, bien distinta y muy peligrosa,
es la interpretación de esas palabras recogidas en mandamientos, prohibiciones
y obligaciones, tradiciones y costumbres que recogen la Biblia, el Corán y el
Talmud, con intenciones y fines políticos y económicos muy alejados de la
religión.
Bebiendo de muchas fuentes,
lo que tengo bastante claro es que en estos momentos no podemos caer en el
error de juzgar a toda una comunidad musulmana, por las acciones de una serie
de grupos radicales, integristas. Grupos terroristas que surgen en países con
gobiernos inestables y corruptos, donde la pobreza, la violencia, la injusticia
y el desequilibrio social campa a sus anchas. Radicales que amparándose
erróneamente en la religión, matando a su propia gente, pretenden llegar al
poder en su propio beneficio. Integristas que extienden ponzoña, lavan
cerebros, programan para el insulto, la amenaza y el odio. Fanáticos que con el
terror quieren anclarse en la Edad Media, en lo primitivo, en la opresión, la
dictadura, la ignorancia.
No soy especialista ni en
religión, ni en política, ni en relaciones internacionales pero me preocupa lo
que acontece en países como Iraq, Siria y Nigeria. Todas las vidas de seres
humanos deberían ser igual de valiosas, custodiadas y protegidas. Sin embargo
no es así. A veces pienso que nadie interviene porque lo mismo da que se maten
entre musulmanes. Porque son tantos y tan diversos los intereses económicos y
políticos detrás de cada acción y conflicto.
No sé sí acertaré con mis
palabras, quizás resulten simplonas o crueles, si planteo que habría que
intervenir, actuar con eficacia, donde sea necesario, para eliminar y erradicar
a todos los demonios. A todos los que practican la limitación de derechos
humanos y libertades. No podemos
permitirnos que en algunos países venza y prevalezca la ignorancia, el
oscurantismo, el miedo y el fanatismo religioso. En lugar de la tolerancia, el
respeto, la diversidad, la aceptación y la integración. Pensar que solo se
verán perjudicadas y sufrirán las sociedades de esos países es un gran error.
Como nos ha demostrado la experiencia con algunos virus, me temo que blindar
las fronteras contra la maldad y el salvajismo, a la larga, pueda resultar casi
imposible.
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