martes, 10 de febrero de 2015

Humillaciones que matan.



Cuando escuché hace unos días, en un programa de televisión, que en España más de medio millón de escolares sufre o ha sufrido acoso escolar me sentí fatal.  Y cuando vi reflejada e incrustada la pena, la amargura y una desoladora tristeza en la cara de una madre, de Montserrat Magnien, se me humedecieron los ojos y sentí ganas de fundirme con ella en un abrazo intenso, cálido y silencioso. No creo que esta madre se reponga nunca de la muerte de su hija Carla. Una chiquilla de catorce años que acabó suicidándose en Asturias, por el acoso escolar continuado y permanente que padecía desde hacía tiempo.

Si afrontar la muerte de un hijo, dicen, que es la experiencia más dura y traumática que toda madre y padre pueden soportar, cuanto mayor será ese dolor sabiendo que la causa que provocó esa pérdida irreparable fueron los insultos, las burlas, coacciones, amenazas, humillaciones y agresiones sufridas en silencio durante demasiado tiempo.  Infligidas por parte de unos niñatos agresivos y peligrosos, de unos inconscientes prepotentes, salvajes intolerantes con una carencia desmesurada de compasión, de humanidad.

También me impactaron las miradas, los gestos y las voces de algunos jóvenes que se atrevieron a contar, delante de cámara, su pesadilla su experiencia como menores acosados, víctimas de bullying o de sexting. Niños rotos que arrastrarán problemas psicológicos durante años, porque otros compañeros decidieron ejercer una violencia verbal y/o física sobre ellos simplemente por ser guapos o feos, altos o bajos, delgados u obesos, pelirrojos, rubios, morenos, zurdos, daltónicos, con estrabismo o problemas de tartamudez  o vete tú a saber por qué.

Y cómo no pensar también en los padres de esos menores, verdugos sistemáticos e implacables, capaces de causar tanto sufrimiento a un igual. Cómo miraría yo a mis hijos sabiendo que con sus actos indujeron y empujaron  a un callejón sin salida a un compañero, que optó por quitarse la vida antes que seguir recibiendo tanto daño emocional y físico.

Muy breve me parece la condena de cuatro meses de tareas socioeducativas impuesta a las menores que acosaron a Carla. Dudo mucho que en esa franja tan pequeña de tiempo, se pueda dotar a los agresores de una elevada dosis de empatía, de control de impulsos, de compasión, de solidaridad. Administrarles una medicina, fórmula o antídoto para modificar conductas y comportamientos. Que conciencie, forme e impida infligir violencia verbal o física a un ser humano con los mismos derechos, obligaciones, virtudes, talentos, defectos, imperfecciones, carencias, errores y aciertos que cualquiera de ellos.
  
Como sociedad, enferma que suele mirar para otro lado guardando sus valores morales en algún cajón, no podemos consentir que miles de menores, de familias continúen sufriendo el calvario de un acoso escolar. Un devastador e injusto castigo, un tormento cotidiano que nadie merece. Desde el hogar, desde la escuela vamos a tener que abrir mucho más ojos y oídos para detectar cualquier indicio de acoso. Y actuar rápidamente tomando las medidas oportunas, efectivas, contundentes y radicales, para proteger desde el minuto cero a la víctima. Mente y cuerpo en pleno desarrollo, muy vulnerable y frágil. 

El acoso escolar no es "cosas de niños”. Solo se podrá erradicar con la prevención, con la educación, la concienciación social y el trabajo en equipo. Enseñando a los niños técnicas de negociación y comunicación, respeto, tolerancia, empatía, asertividad y compasión a raudales. 

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