La semana no había
comenzado bien, pero nunca hubiera imaginado que su final nos dejaría
traumatizados a todos durante una temporada. Mis enganches y discusiones con
Andrea, una de mis mejores amigas desde la infancia, no hacían más que aumentar
día tras día. O yo me estaba convirtiendo en una histérica o el resto de la
peña vivía en el reino de los ciegos. Desde que Andrea salía con Tomás se había
convertido en otra persona. Nos evitaba casi constantemente, apenas participaba
en clase, sus notas eran catastróficas, decidió dejar de sopetón el grupo de
teatro, ya no reía a carcajadas, vestía como una monja y sus ojos habían dejado
de brillar. Aunque su frase preferida ‘déjame en paz’ se había instalado en mi
cerebro, yo hacía lo posible e imposible por coincidir con ella cuando no
estaba junto a Tomás, que formaba ya parte de su sombra.
Todos pensaban que
Andrea se lo tenía muy creído, y más desde que salía con uno de los tíos más
atractivos y deseados del instituto, hijo de uno de los empresarios más
potentes de la ciudad. ¡Qué mala es la envidia! Las críticas y comentarios
despectivos hacia Andrea crecían como las setas. Por más que yo insistía en que
nuestra amiga no era precisamente feliz, la había pillado más de una vez
llorando en el baño, ojerosa y cada vez más delgada, nadie me hacía caso. A mí
de Tomás no me gustaba nada, y no me privaba de compartirlo con Andrea y con
todo el que se dignaba a prestarme un poquito de atención. Pero cómo podía
estar tan ciega mi amiga, tan abducida, tan sumisa, dejándose controlar por un
tío que no le llegaba a la altura de los zapatos.
Hablé varias veces
con mi hermana del asunto, tanto le insistí que el miércoles a primera hora de la
tarde me acompañó a hablar con mi tutora. Citaron a la madre de Andrea al día
siguiente, pero no pudo ir. Nuestra vecina de urbanización tampoco estaba en su
mejor momento. El padre de Andrea se había marchado de improviso, dejando a la
familia en una delicada situación emocional y económica.
Cuando llegué a
casa me fui directa a la ducha. Al salir del baño, mi
hermana me advirtió que mi móvil había sonado varias veces. Andrea me había
dejado un wasap. ‘He decidido cortar con Tomás. Se lo digo esta noche. Tía,
tengo mucho miedo. Nos vemos mañana’. La llamé seis veces antes de quedarme sin
batería. No me contestó. Apenas pude dormir. A la mañana siguiente, cuando
entró mi madre a despertarme, supe que algo horrible había sucedido.
Andrea estaba hospitalizada,
con graves lesiones, aunque su vida no
corría peligro. Tomás, declarando ante el
juez. Aquel viernes por la mañana, tanto en casa como en el instituto, a todos nos
resultó imposible cumplir con las obligaciones del día como si nada hubiera acontecido.
Silencios, miradas,
susurros y abrazos surgían por doquier. Yo me sentía dolida y enojada porque nadie quiso ver lo que
se avecinaba, y a la vez tan orgullosa de Andrea, de su valiente decisión. Decisión
que la liberó de un maltrato que ninguna mujer merece. Ella empezaba a
recuperar su vida, y yo a mi mejor amiga.
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