Ayuntamiento de Molina de
Segura.
LEILA
Gritaba tan
fuerte como podía. Giraba mi torso a derecha e izquierda tratando
desesperadamente de liberar mis brazos, intentando incorporarme una y otra vez
para escapar de aquellas cuatro mujeres que sujetaban mis piernas y hombros
como si la vida se les fuera en ello. Aterrorizada busqué los ojos de mi madre.
Mi abuela no dejaba de repetirme que tenía que ser valiente, que a partir de
ahora estaría limpia.
Cuando el hombre que portaba unas inmensas tijeras en sus manos se
aproximó hacia mí, conseguí morder la mano de una de las mujeres. Pero ni se
inmutó. Sentí unos dedos explorando y pellizcando la zona más íntima de mi
cuerpo. Cuando las tijeras descendieron rozando e hiriendo mis muslos y mi
abuela exclamó que aquello sólo se hacía una vez en la vida, mi madre abandonó
la estancia. Un dolor imposible de explicar me invadió entera. Cuando todo
parecía haber terminado, unas ágiles y expertas manos comenzaron a coser la
zona mutilada. Los fornidos brazos de mi abuela portaron el dolorido cuerpo de
una niña, que acababa de cumplir cinco años, hasta una cama de inmaculadas
sábanas. Todas las mujeres, incluida mi madre, me besaron en la frente. El rito
de purificación había finalizado. Encogida bajo las sábanas, empapada en sudor,
sollozaba, gemía y suspiraba cuando sentí una inconfundible voz que pronunciaba
mi nombre a la vez que se atrevía a zarandearme.
- ¡Despierta, Susana! ¿Pero qué estabas soñando? Tus gritos se oían desde
la terraza - exclamaba muy desconcertada mi hermana Inés, liberándome de las
sábanas que se habían adherido a mi cuerpo a la vez que yo remangaba mi vestido
para asegurarme de que aquello sólo había sido una espantosa pesadilla.
- ¡Sólo ha sido un sueño, un terrible sueño! – acerté a pronunciar
todavía entre sollozos abrazando a mi perpleja hermana, que decidió perseguirme
por toda la casa preguntando una y otra vez qué había soñado. Consideré que
ella no tenía edad suficiente para descubrir en qué consistía una ablación.
Inventé que era perseguida y finalmente engullida por una inmensa serpiente
azul. Ningún miembro de la familia mostró mayor interés por indagar en aquella
hábil, acertada y piadosa mentira. Aunque Miguel, mi hermano mellizo, no pudo
reprimir una estúpida sonrisilla. Seguro que se regodeó y disfrutó pensando que
la mayor de sus tres hermanas ya había crecido lo suficiente como para seguir
soñando con temas tan infantiles.
El viento, la lluvia y las palabras ininteligibles que pronunció la menor
de mis hermanas a intervalos durante gran parte de la noche, me hicieron vivir
aquellas horas interminables. Cuando por fin la luna se retiró a descansar me
alegré de tener que salir de casa, a paso presuroso, para llegar puntual al
instituto.
Mientras oía sin escuchar las explicaciones de Fernando, el profesor de
Sociales, sobre la época islámica en España, bien podría haber escogido otro
tema para el día de hoy, observaba con
destreza y diplomacia a una de mis amigas, Leila. Una joven marroquí que desde hacía dos años compartía espacios,
medios, fatigas, penas y alegrías con treinta bulliciosos y activos proyectos
de adultos. A la vez que Fernando trazaba en la pizarra un esquema y alzaba la
voz para que los compañeros de la última fila abandonaran sus intenciones de
iniciar una conversación, que nada tenía que ver con sus cuantiosas y bien
documentadas explicaciones, Leila giró la cabeza y se enfrentó a mi mirada. Una
mirada angustiosa y profunda que no podía dejar de preguntarse si aquella
esbelta y vivaz chiquilla, que cubría su cabello con un pañuelo blanco, habría
experimentado aquel tormento. Seguro que
mi hermano Miguel no hubiera dudado ni un instante en descargar a bocajarro la
pregunta que martilleaba mis sentidos para serenar su conciencia. O quizás lo
hubiera meditado un poco si es cierto eso que dicen, que de los errores se
aprende. Tampoco hubiera dudado yo en abofetear su cara ante semejante
despropósito. Con la misma determinación e intensidad como el día en que trató
de arrebatar el velo de sus cabellos a Leila. Aquella imberbe y estúpida osadía
le costó una charla con el director, un parte de disciplina, disculparse delante
de todos los compañeros y dos fines de semana consecutivos arrestado en casa
sin ordenador, consola y televisión.
Descubrió que bromear y humillar nada tienen que ver.
Pasé el resto del día desconcentrada y anonadada. Ni siquiera las
carantoñas y los abrazos de mi hermanita, que no podía comprender mi ausencia
de cariño y atención, lograron
abstraerme de mis pensamientos. Si en aquel momento me hubieran advertido que
lo peor estaba por llegar, mi llanto y pesar no hubieran encontrado consuelo.
Leila, por enfermedad, faltó dos días a clase. Cuando nos informó de los
motivos por los que iba a ausentarse durante un mes del instituto me dio un
vuelco el corazón. El primogénito de la familia contraería matrimonio en su
ciudad natal, Rabat. A la vez celebrarían con una ceremonia tradicional el
quinto cumpleaños de Fadwa, la menor de las primas de Leila, a la que casi
todas las tardes acompañábamos a recoger del colegio.
Aguanté como pude el resto de la jornada. Cuando sonó la sirena indicando
el final de las clases, más que salir corriendo hacia casa bien podría decirse
que escapé. Huí de Leila y de todas las demás.
Llegué a casa pálida. Con un fortísimo dolor de cabeza y malestar
general. Sentía náuseas. Apenas pude comer. Sin demasiado tacto y comprensión
evité a mis hermanas, que parecían tener un sexto sentido, un instinto nato
para requerir mis mimos y atenciones en los momentos mas inoportunos, cuando
menos predispuesta estaba yo. Busqué a mi madre angustiada y ella las obligó a
que se apartaran de mi lado. Me tumbé en mi cama y cuando casi estaba a punto
de quedarme dormida el descarado de mi hermano se plantó ante mí.
- Estás muy rara. Algo te pasa. ¿Me lo vas a contar? Igual puedo ayudarte
¿te has enfadado con tu
amiga Leila? - preguntaba aquel muchacho sin darme tiempo ni tregua
para reaccionar.
- ¡Cállate! ¿Qué sabes tú? Sal de mi habitación.
- A lo mejor se más de lo que tú te crees. ¿Qué soñaste la otra tarde?
Como si un resorte o tecla hubiera estallado dentro de mí, me incorporé
de inmediato sentándome en el borde de la cama. Qué insegura, desconcertada y
sorprendida me sentía por el repentino interés de mi hermano hacia mi estado y
persona. Dudé si hablar o callar. Opté
por lo primero. Por arriesgarme. Por desahogarme.
- Si supieras que a una niña le van a hacer mucho daño. Algo que le
afectará y no olvidará
mientras viva, ¿serías capaz de
hacer cualquier cosa para protegerla?
- ¿Protegerla de quién o de qué? - preguntó Miguel analizando cada uno de
mis gestos.
- La ayudarías, ¿sí o no?- dije alzando la voz irritada y dudando en
proseguir con aquella
conversación que acabaría por hacerme confesar lo que llevaba horas
maquinando.
- ¡Pues claro que intentaría ayudarla! Pero tendré que saber si estamos
hablando de lo mismo
- exclamó mi mellizo inspirando
profundamente - Temes por Fadwa, verdad. ¿Crees que se lo van a hacer? ¡No pongas esa cara! - dijo
Miguel con cierto grado de indignación – Me puedo imaginar lo que soñaste. No
debiste leer aquel reportaje. Te conozco bien. Eres muy sensible y tu
imaginación no conoce límites. Acaso piensas que aprovecharán el viaje para
realizarle a la pequeña un rito de
purificación.
Sentí que me estaba volviendo loca, que perdía las riendas, el norte y el
sur. Me preguntaba cómo había podido Miguel intuir todo aquello.
De repente estaba compartiendo mis temores, miedos y obsesiones con un
completo desconocido. Aquella situación me resultaba muy extraña. Me
desbordaba.
- Toma. Coge el teléfono. Llama a Leila. Queda con ella y aclara todo
esto de una vez.
Cuando me puse en pie y estiré el brazo para recoger el móvil de manos de
mi hermano, un intenso e inesperado dolor, como una profunda punzada, atravesó
mi vientre. Me hizo inclinarme hacia delante perdiendo la estabilidad y el
equilibrio. Lo último que recuerdo es que Miguel se abalanzó hacía mí para
evitar que al caer me golpeara contra el suelo.
Cuando abrí los ojos una enfermera con mascarilla, guantes y gorro me
sonreía.
- ¿Cómo te sientes? - preguntó -. Dentro de un rato podrás ver a tus padres.
Y enseguida te subiremos a planta.
- ¿Dónde estoy? ¿Qué me han hecho?
- Ingresaste por urgencias. Hemos tenido que intervenirte de apendicitis.
Todo ha salido
bien. Pero te siento un poco desorientada y demasiado asustada. Relájate.
A veces
la anestesia puede provocar extraños sueños y
alucinaciones. Por cierto – puntualizó
la enfermera mostrando quizás
excesivo interés ante mi reacción - ¿Recuerdas
haber soñado algo en concreto? - quiso
averiguar mientras inyectaba
algo en el gotero y cubría mis
pies con la sábana.
- He soñado que mi hermano y yo secuestrábamos a una niña. A la prima de
una compañera de clase para evitar
que mutilaran sus órganos
sexuales.- Acerté a decir con gran
convicción y resolución dado mi estado
de semiinconsciencia.
- ¡Una ablación! - Exclamó la enfermera con gesto demasiado serio tratando de disimular la
inquietud que se apoderó de su
rostro tras pronunciar aquella palabra .- Solo se trataba de un
sueño. Descansa. Voy a buscar a
tus padres y hermano. Están preocupados desando verte. ¿Quieres verlos?
- Sí, por favor.- contesté cerrando los ojos.
Cuando Miguel se inclinó para besar mi frente, me abracé a su cuello tan
fuerte como pude y le pregunté si Leila se había marchado a su país de
vacaciones porque su hermano se casaba. Miguel me miró sorprendido y estalló en
una espectacular y sonora carcajada.
- Pero, ¿qué dices? ¿De dónde te has sacado que Leila tenga un hermano?
Hermanita, estas alucinando. ¡Menudo chute te han debido de meter!
Mis padres se miraron extrañados sin comprender tan inusual reacción de
cariño, por mi parte, hacia Miguel. También les contrarió mi interés acerca del
paradero de Leila.
La enfermera, que había estado muy atenta a nuestro reencuentro tras la
intervención, los cogió por el brazo y
los apartó de la camilla a la vez que un celador me introducía de nuevo en la
aséptica sala de recuperación.
Un intenso sosiego y bienestar me inundó por completo. Sentí una gran
serenidad y el pleno convencimiento de que algo tan cruel y salvaje jamás
podría acontecer en un país como el
nuestro. No había dudas. Aquella rocambolesca historia e irracional desazón
eran fruto de la anestesia. Un fluido que todavía circulaba por mis venas
produciéndome, a intervalos, un incontenible sopor e inmensa paz interior.
Cuando volví a abrir los ojos, la enfermera había regresado a mi lado. No
estaba sola. El cirujano que hacía unas horas me había extirpado un trozo de
intestino pretendía explorar la herida.
Cuando la enfermera colocó de nuevo la sábana sobre mi vientre, muy serio
y decidido me preguntó.
- ¿Conoces a alguien a quien podrían someter a una ablación? - La semana
pasada - continuó el doctor - estuvimos a punto de perder a una niña que llegó
a urgencias desangrada.
Sentí que todo mi cuerpo comenzaba a temblar. Un sudor áspero y frío me
cubrió. En sólo unos segundos mi ritmo cardiaco se aceleró. Casi no podía
respirar. Rompí a llorar. El pánico se apoderó de mí y todo mi cuerpo gritó
desesperadamente: ¡MAMÁ!
~ Delfina Marco ~