Miguel
Ángel Hernández de manera sutil, reflexiva, nos habla de vida y muerte, pérdida
y duelo, culpa y redención. De cómo afrontamos el pasado y la búsqueda constante
del aire que nos falta para respirar.
La novela,
que nos sitúa en un pueblo costero del Mar Menor, también aborda temas como las
relaciones familiares y la amistad. La protagonista, Dolores, en proceso de
duelo por la pérdida de su marido, trata de seguir adelante con su estudio
fotográfico.
Un día recibe
un inusual encargo de un excéntrico anciano, Clemente. La convencerá para
dedicarse a una actividad que ya parecía extinguida: retratar a un difunto poco
antes de su entierro.
Sin caer
en el morbo, con sensibilidad y respeto, el autor nos acerca a la antigua
tradición de retratar a los seres queridos antes del adiós definitivo. Una
costumbre de las familias pudientes de finales del siglo XIX. Una tradición, honrar
a los difuntos, conservar un recuerdo, mitigar el dolor, que acabó siendo
accesible para la mayoría hasta mediados del siglo XX. Imágenes un tanto
inquietantes y la vez extrañamente conmovedoras para recordar a quienes ya no
están.
En la
actualidad en algunos hospitales se está volviendo a esta práctica, conocida
como fotografía de duelo perinatal, como terapia para ayudar a los padres a
despedirse de un bebé recién nacido o de un menor de corta edad. Para crear
recuerdos tangibles de su existencia, un recurso para el proceso de duelo.
Como toda
lectura deja un pequeño poso, comparto algunos fragmentos que llamaron mi
atención.
“Le
gustaría saber decir que no, ser firme y expeditiva. No es la primera vez que
se descubre haciendo algo que no desea solo por no incomodar a los demás. Y
aunque por dentro explote, es capaz de fingir y poner buena cara”.
“Es su
actitud. No incomodar, ocultar el dolor. Incluso con Teresa le cuesta sacarlo a
la luz. Su madre la enseñó a eso, a disimular el sufrimiento, a guardárselo
todo para ella. Eso es lo que debían hacer las mujeres: ser prudentes, saber
callar, saber aguantar”.
¿Qué hay
más inevitable y habitual que la muerte? Lo anómalo y lo terrorífico es tratar
de quitarla de en medio, ocultarla y hacer como si no existiera. La fotografía
mortuoria constata la única certidumbre que tiene el ser humano: su caducidad.
Es una memoria del último momento, un intento de apresar la imagen del cuerpo
antes de que desaparezca. Lo único que convierte ese acto de amor en una
costumbre morbosa es la mirada actual”.
“Una
fotógrafa de pueblo, le ha dicho. Tal vez eso es lo que ella es. Y le gusta
serlo. A veces los insultos lo son tan solo para quienes los pronuncian, pero
no para quienes los reciben. ¿Qué tiene eso de malo? Luis también lo fue. Un
fotógrafo de pueblo. Y estuvo orgulloso de ello”.
"En esas fechas regresan todos sus muertos. Piensa en ellos más que en ningún otro momento del año. Pero ahora la melancolía ya no la asfixia. Su tristeza no le impide compartir el júbilo de los otros. Como si la memoria de la dicha pasada pudiera por un momento transmitirse al presente doloroso. Sabe que el vacío viene y luego se va, o que se muestra y luego se esconde porque nunca desaparece del todo, pero que no anula todo lo demás. Y en esos momentos se permite la sonrisa y algo parecido a la alegría. Es lo que sucede esta noche en casa de Teresa".
“Es
grande la cantidad de allegados que perdemos a lo largo de una vida. El amor y
la amistad siempre llevan aparejado el duelo futuro. Por eso hay quien decide
dejar de amar a los demás, por miedo a perder”.