jueves, 25 de septiembre de 2014

Inflexibles con la pederastia


Acertado resulta felicitar a la Policía por detener al pederasta que le ha robado el sueño a niños y adultos, sobre todo del distrito madrileño Ciudad Lineal, durante tantos meses. También deberíamos sentir preocupación por las cinco niñas, de entre cinco y once años, víctimas de las agresiones sexuales consumadas por esta alimaña. Necesito pensar que ellas y sus familias estarán recibiendo ayuda psicológica. Que se mantendrá a corto y medio plazo, para afrontar y superar una experiencia tan salvaje y atroz.
Lo mismo sugiero para la madre del depredador. Si ella desconocía y no sospechaba lo que su hijo hacía, desde luego esto es para perder la cabeza. Como madre que soy no me gustaría verme jamás ni al lado de la víctima ni del verdugo.

Al causante de tanto daño, evidentemente, no le podemos colgar por los mismísimos, ni cortársela a cachitos como algunos me han sugerido dentro y fuera de redes sociales. Pero como sociedad y personas coherentes y civilizadas, sí deberíamos exigir que este monstruo cumpla la pena máxima por cada agresión sexual cometida, y la condena íntegra. Según los artículos 180 y 183 del Código Penal por cada violación a un menor o víctima especialmente vulnerable, por razón de edad, enfermedad, discapacidad o situación le puede corresponder una pena máxima de 12 a 15 años. Vayan multiplicando. Que después nos vamos a enfadar muchísimo, y pondremos el grito en el cielo. Porque resulta que en España la pena de prisión máxima es de 20 años, salvo contadas excepciones.

Si el asunto nos desconcierta y preocupa, habría que exigir que revisen de una vez el sistema de penas, y que apliquen sin contemplaciones en los casos de agresiones sexuales la prisión permanente revisable. Porque está más que demostrado que los pederastas y los violadores reinciden. No se curan, no se reeducan, no se rehabilitan.
Entonces cuando este elemento, como tantos otros, cumpla su condena y salga a la calle, que por cierto ya ni nos acordaremos del caso ¿Qué sucederá con él? ¿Se le aplicará una castración química? ¿Llevará un dispositivo que permita a la Policía controlarle las 24 horas del día los 365 días del año? Porque, no lo duden, un pederasta no cambia. No supera su maldad. No dejará de ser un peligro para la sociedad.

Dicen que resulta mucho más complicado rehabilitar y reinsertar que educar y prevenir. Toca por tanto esmerarse y mucho en estas dos últimas facetas.
Formemos y eduquemos bien a nuestros hijos respecto a la sexualidad. Enseñémosles desde pequeños, la diferencia entre un cariño bueno y un cariño malo. A cuidar de las zonas privadas del cuerpo, y a no aceptar regalos ni secretos de adultos sin informar a los padres. Desarrollemos en ellos habilidades y mecanismos para que sepan reaccionar y defenderse ante una agresión sexual. Y si la sufren a que sean capaces de contar lo que les ha sucedido. Que nunca se sientan responsables y culpables por lo que les han hecho.

Cada vez que sale a la luz un nuevo caso de pederastia, no puedo evitar fijarme en las niñas con las que me cruzo cada día. Imposible entender que esas miradas, sonrisas, gestos y movimientos puedan despertar deseo sexual en un hombre.
A los pederastas, lobos disfrazados de corderos, desgraciadamente no se les distingue a simple vista. Luchemos contra ellos sin inculcar miedo o psicosis. Con educación y prevención. Sin bajar nunca la guardia. Siempre en alerta.
Protejamos a nuestros niños porque un menor introducido en actividades impropias de su edad, cargará de por vida con serias secuelas y alteraciones en el desarrollo normal y saludable de su sexualidad y personalidad.
Y por supuesto más medios técnicos y humanos para que la Policía pueda detener y encerrar a muchos pederastas.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

No más moratones en el alma.




Hace unos días sufrí un percance de lo más tonto. Venía tan feliz de asistir a un concierto. Ni gota de alcohol había consumido. Es más estuve haciendo fotos al grupo que actuó desde el escenario sorteando cables, sin luz, accediendo por una escalera traicionera… Y luego caminando por la calle, a escasos metros de mi casa, se me engancharon los pies y yo que soy de las que gritan cuando sufren el más mínimo percance, ni tiempo tuve de reaccionar al darme de bruces en el suelo. Menuda estampa, mi metro ochenta de mujer extendida sobre la acera. 

El género humano sin dudas es compasivo y generoso. Un grupo de personas vinieron hacia nosotros ipso facto. Unos me animaban y ayudaban a incorporarme poco a poco, otros valoraban los posibles daños, e insistían en llamar a una ambulancia. Pobres, menudo susto les di. También me atendieron con gran diligencia e interés en el hospital. Con mucha sutileza me preguntaron varias veces qué había sucedido. Porque evidentemente el perfil de una posible agresión lo daba. Y pensé ¡la que se le viene encima a mi marido! Le van a mirar mal sin motivo alguno.

El caso es que por primera vez en mi vida me da cosa mirarme. Impresiona visualizar un ojo con un gran hematoma, resultado de un fuerte golpe y una brecha en la ceja. Dando gracias, por supuesto, de no fracturarme nada, ni golpearme en el bordillo. Igual os habíais perdido esta crónica.  Con el cuerpo magullado y contusionado conciliar el sueño resulta complicado. Todo te roza, te presiona, te incomoda. Y a una le da por pensar. Y pensar y ponerse a escribir todo es uno.

Primero, me vienen a la cabeza algunas de nuestras típicas expresiones que ahora entiendo muy bien. Mira que somos brutos a veces. “Estoy como si me hubiera atropellado un camión”, “Parece que me han dado una paliza”, “Estas hecha un Cristo”.

Segundo, me apetece compartir con vosotros las reacciones de la gente al verme. Yo que trabajo de cara al público podría llevar a cabo estos días un estudio sociológico. La mayoría me miran sorprendidos, hasta con carita de pena y enseguida me preguntan ¿qué te pasó? Me consuelan diciendo que pudo ser peor, recomendándome que me cuide mucho. Otros, y les entiendo, quizás piensan que no deben entrometerse o que me pueden molestar sus comentarios, me miran perplejos pero no dicen nada. A saber qué pensaran.

Poniéndonos ya un poquito serios, tengo que deciros que lo primero que pensé cuando tuve un espejo delante de mi cara, fue en todas las mujeres que reciben maltrato. Eso mismo sintieron mis compañeras de trabajo, acostumbradas ellas a lidiar con estos temas, y de hecho lo comentamos. Duele mirarte, me decían.

Me observo y siento mucha pena y mucho dolor por todas esas mujeres que reciben golpes, gritos y amenazas. Verdaderas palizas que las dejan postradas durante días en su infierno privado. Yo no necesito recurrir al maquillaje para salir a la calle, ellas sí porque las obligan a ocultar lo que les está sucediendo.
A mí no me están faltando mimos y detalles dentro y fuera del mundo virtual. Ellas han de curarse solicas, afrontar los dolores físicos y del alma, llorar sin consuelo, sin un hombro, en silencio, evitando que sus hijos las vean o sospechen sus familiares. Ocultando con disimulos y mentiras su realidad atroz. Gritan mudas porque nadie las escucha. Yo en unos días volveré a ser la de siempre, y esto quedará como una anécdota. Ellas tendrán que enfrentarse a esta dura y salvaje experiencia una y otra vez. Hasta que un día alguien salga en su ayuda y las rescate, o ellas mismas reúnan las mínimas fuerzas para decir basta ya.

Que sirvan mis palabras y mi percance para que cuando veamos un cartel, o un anuncio sobre violencia de género, aunque en un primer momento nos impacte y luego seamos conscientes de que todo es producto del maquillaje, pensemos siempre que esto sucede de verdad. Todos los días. En todas las escalas sociales. Y que se puede llegar a morir por ello.
No podemos cruzarnos de brazos. Una sociedad civilizada, avanzada no puede consentir el maltrato a otro ser humano. No tiene justificación, ni disculpa posible. Si sospechas que alguien está viviendo esta tortura ayúdala, acompáñala a denunciar. Y si conoces al agresor ayúdale también a romper y a salir de este círculo de violencia. Anímale a que también pida ayuda para volver a ser un hombre de los pies a la cabeza, para que vuelva a ser humano y no supere a las bestias. Que deje de ser un monstruo que pega y anula.