Sucede constantemente aunque
acostumbramos a pasar página enseguida. Una imagen que muestra el infierno en
que viven miles de seres humanos salta a la luz. Nos impacta, se difunde y
comparte generando una oleada de distintas y variadas reacciones. Para la
mayoría de nosotros resulta algo excepcional, brutal, conmovedor y escandaloso.
Para los protagonistas de esas imágenes y vídeos virales que probablemente
incluso acabarán recibiendo algún galardón, son situaciones cotidianas, vivencias
al límite a las que se enfrentan una y otra vez.
Imagino que casi todos hemos visto la
fotografía o el vídeo del niño sirio, recién rescatado de las ruinas de un
edificio de Alepo. Impresiona observar como esta
criaturita sin llorar, ni gritar, aturdido, mirando al infinito se
toca la herida de su cabeza, y frota su manita manchada de sangre sobre el
asiento de color naranja de la ambulancia donde le han sentado.
A mí, que me encontré con la imagen de
sopetón mientras cenaba, me sacó de mi letargo vacacional y me hizo pensar e
imaginar.
Evidentemente con más o menos medios, celeridad
y delicadeza curaron a Omran Daqneesh. Pero, le
pudieron dar después un baño y vestirle con ropa limpia. Cómo debió de pasar este
niño el resto del día tras superar su estado de shock emocional. Pudo comer
algo. Quién le abrazó cuando fuera capaz de llorar. Quién escuchó sus primeras
palabras y lamentos. Cómo le consolaron hasta el reencuentro con su familia
también herida tras el bombardeo. Y ahora, ya fuera de cámaras y de la vista de
periodistas, voluntarios y cooperantes cómo afrontará este pequeño y su familia
la vida. Si a transitar, esconderse y esquivar bombardeos en una ciudad
convertida en ruinas se le puede llamar vida.
Demasiado fácil nos resulta comentar, posicionarnos y escribir sobre
ello. Porque en el fondo no nos ha herido ni roto el corazón. No nos sumerge y
atrapa en un duelo visceral y emocional, porque no ha afectado a nadie de nuestra
familia o clan. Con que naturalidad y desinterés encajamos que existen miles de
niños, que como Omran van a sobrevivir o no a uno de los conflictos bélicos más
devastadores de los tiempos modernos.
Cuestionan algunos la utilidad o final de estos testimonios, iconos de
guerra les denominan, que en muchos casos simplemente sirven para captar y elevar
audiencias. Para que unos y otros analicen y se culpen sobre quién contribuyó a
dar inicio, y a perpetuar toda esta locura.
Yo creo que el horror, sin caer en lo morboso, sí es necesario mostrarlo.
Porque muchos solo creen lo que ven. Y sobre todo para que nos sirva de aviso, advertencia,
prueba y lección de hasta donde es capaz de llegar el ser humano.
Hablan ahora de establecer una tregua de 48 horas semanales, propuesta por Naciones Unidas, para llevar ayuda humanitaria a la
ciudad siria de Alepo. Aunque algo puedo intuir, no entiendo de estrategias ni
de ética en la guerra, desconozco si en la guerra todo vale, todo está
permitido. Si el fin justifica siempre la barbarie y el aplazamiento de una
solución, de un final. Me he preguntado muchas veces, por qué en un conflicto
bélico no es posible evacuar a toda la población civil. Por qué los más
inocentes han de convertirse en rehenes, en escudos, en moneda de cambio, en
víctimas y mártires.
Me atrevo a ser ahora un poco ingenua
e inocente. Se imaginan que practicáramos con excelencia la civilización, y los
conflictos se pudieran resolver enfrentándose uno cara a cara a su rival o
enemigo en un combate equitativo y reglado. Cuántas muertes absurdas e inútiles
y cuantos daños colaterales se ahorrarían.
Vuelvo de nuevo a la
realidad. Tiene nombre lo que está sucediendo en Alepo. Tiene fecha de
caducidad. Tiene solución este mundo que consiente en perder y prescindir del
bien más preciado, toda vida humana.