Ayuntamiento de Molina de
Segura.
“LA VISITA ”
Cuando atravesé la puerta principal, me propuse no
derramar ni una sola lágrima ante ella. Tampoco la sometería a un
interrogatorio, ni me lanzaría a su cama para besarla y abrazarla. Sólo deseaba
verla. Acompañarla unos minutos. Una de sus miradas sería suficiente para saber
si saldría o no de aquello. No acertaba a comprender lo que había hecho mi
hermana. No pretendía juzgar su decisión
pero cuanto más pensaba en ello menos motivos, razones y porqués
hallaba. Lo único que tenía sentido en aquellos momentos era que
afortunadamente todavía permanecía entre nosotros. Un solo pensamiento se había
hecho fuerte dentro de mí y me impedía relajarme. Si lo había intentado una
vez, acaso ¿no recurriría a otros medios hasta conseguir su objetivo?
Me hubiera gustado entrar sola en el ascensor.
Compartir un espacio tan limitado y escasamente iluminado con una docena de
desconocidos aumentaba mi ansiedad hasta límites insospechados. Cuando por fin
la puerta se abrió, respiré profundamente. Pero en vez de experimentar calma y
sosiego, me sentí mucho peor. Aunque habían tratado, con gran acierto, de
embellecer y humanizar aquel edificio, seguía siendo un enjambre de salas y
pasillos donde la vida y la muerte se daban cita todos los días del año.
Al enfilar el pasillo que me conduciría a la estancia
donde mi hermana se reponía de sus lesiones, sentí ganas de cancelar mi visita.
Una gran contradicción e incertidumbre se adueñaron de mi estado de ánimo. Mis
piernas se volvieron débiles, temblorosas. Mis enrojecidos ojos volvieron a
humedecerse. Un dolor intenso se apoderó primero de mi estómago, después, de
todo mi ser. Cuando mis pies habían recibido la orden de dar marcha atrás, la
puerta se abrió y una enfermera me invitó a entrar.
- ¡Si desea verla, ahora es un buen momento! Pero no
se exceda. Por ahora es mejor que no reciba demasiadas visitas. Acabo de
inyectarle la medicación. Necesita descansar, ¡dormir le hará mucho bien!
Sosteniendo con mucha gracia y sensualidad una
bandeja metálica y esbozando una estudiada sonrisa, la joven enfermera se
introdujo en la habitación contigua. Ahora más que nunca yo debía ser fuerte,
fría y racional. Cerré fuertemente las manos clavando las uñas en mis palmas.
Respiré profunda y pausadamente, y con el escaso valor que pude reunir en unos
segundos penetré en la habitación donde reposaba Mercedes.
La persona con la que compartí durante nueve meses el
útero materno y los mejores veinte años de mi vida, giró su cara hacia la
ventana para eludir mi presencia. Me desprendí del abrigo y del bolso. Dediqué
los primeros minutos de mi visita a observar la estancia. Intenté acomodarme,
tanto como me fue posible, en el sillón más próximo a su cama y, sencillamente,
esperé.
A pesar de su palidez, sus largos cabellos
alborotados, su extrema delgadez y aquel camisón que en nada le favorecía, mi alma gemela tenía mucho mejor aspecto del que yo esperaba
encontrar. Hallarme ante ella no resultó tan impactante y traumático como
llegué a temer cuando recibí la noticia a través de mi móvil. Al cabo de un rato, sin girar su cabeza,
Mercedes decidió acabar con aquel incómodo y absurdo silencio.
- No quiero ver a nadie, ¡vete, por favor! Deseo estar sola.
- Me iré en cuanto te duermas. Y no tardarás mucho
porque te han administrado un sedante.
- ¡Haz lo que quieras! Es lo que acabas haciendo siempre.
Aunque mi
hermana evitó astutamente cruzar su mirada con la mía en todo momento, unas
voces demasiado subidas de tono que provenían del pasillo y amenazaban con
invadir, en breve, nuestro espacio la hicieron replegar sus defensas y se
enfrentó por fin a mi mirada. Una profunda y desoladora tristeza se había
adueñado de aquellos preciosos ojos
verdes que tan bien yo conocía.
- ¿Qué sucede ahí fuera?- preguntó Mercedes
desconcertada, - ¿Pero qué gritos son ésos? - exclamó asustada.
- Si quieres, voy a ver qué pasa.
- ¡Sí, por favor! - me suplicó mientras la tristeza
de sus ojos se tornaba en pánico como si presintiera lo que estaba a punto de
acontecer.
Me alcé del sillón tan rápido como me fue posible y
al abrir la puerta descubrí la causa de semejante alboroto. Se trataba de
nuestra madre que a escasos metros de nuestra habitación gritaba a todo el
mundo como sí el mismísimo Lucifer se hubiera adueñado de todo su ser. El
personal médico y sanitario que la acompañaban no sabía ya qué hacer para
obligarla a deponer aquella insólita reacción.
La sensatez, la paciencia y la comprensión nunca
habían figurado entre sus virtudes. Nuestra madre siempre se mantuvo distante y
alejada de nosotras. Jamás se involucró lo suficiente en su faceta de madre y
esposa. No supo ni pretendió nunca conciliar su vida familiar y laboral. Eligió
sus negocios, sus viajes, sus amistades. Antepuso la fama y el dinero a su
prole. Fueron nuestra abuela materna y nuestro padre, junto a un número
indeterminado de canguros y asistentas, quienes nos alimentaron, asearon,
educaron, escucharon, consolaron y mimaron. Lo más duro que yo creía que mi
hermana y yo habíamos tenido que afrontar, hasta este momento, fue la pérdida
de aquellas dos personas.
- ¡Es mamá!-, acerté a decir - ¡Viene hacía aquí muy
alterada!
- ¡No dejes que entre aquí! ¡No quiero verla ahora!
¡Haz que se vaya, por favor! - me suplicó Mercedes agarrando mis manos con la
fuerza de una niña pequeña y asustada.
No pude impedir la entrada a nuestra madre ni que mi
hermana comenzara a temblar y a llorar desconsoladamente. La estreché contra mi
pecho, aparte sus cabellos y besé sus mejillas. Un sudor frío cubrió todo su
cuerpo. Temí que acabara desmayándose entre mis brazos. Mientras, nuestra madre
hacia caso omiso a las indicaciones del médico que la acompañaba. Continuaba
gritando y maldiciendo. El joven doctor que había perdido el control de la
situación ordenó al personal auxiliar
que avisara a seguridad.
- ¡Siempre igual, yo la última en enterarme!... pero
¿es que te has vuelto loca? - le increpó
mamá a Mercedes - Lo que has hecho es una estupidez. Acabo de hablar con tu
marido. Hasta dentro de unas horas no podrá volar hacía aquí. Calculo que
llegará a media noche. ¡Pobrecillo no podía ni hablar cuando le he contado lo
sucedido! ¿Qué pretendes?-, preguntó con los ojos llenos de ira y desprecio-
¿Destrozarnos a todos la vida?
Aunque el médico y yo, olvidando los buenos modales,
tratábamos de sacar de allí a una señora que nos doblaba la edad era tanta su rabia e indignación que su
fuerza física nos desbordó y a punto estuvimos los tres de acabar por los
suelos. Insistíamos en que se callara, una y otra vez. Declinó finalmente su
insensata e intolerable actitud cuando vio incorporarse a su hija de la cama,
arrancarse los sueros e intentar saltar por la ventana. Aquella inesperada
reacción nos cogió a todos por sorpresa, excepto a una corpulenta enfermera que
se abalanzó hacia ella con tanto ímpetu y coraje que ambas cayeron al suelo.
Mercedes perdió el conocimiento tras golpearse la frente contra el cabezal
metálico de la cama.
- ¡Todo el mundo fuera de aquí! - gritó perdiendo
toda compostura el médico.
Abrí la puerta
y corrí atolondradamente pasillo adelante, sin rumbo fijo, hasta que unos
brazos pararon mi huida. Rompí a llorar tan desconsoladamente como no lo hacía
desde años atrás, durante el entierro de mi padre.
Fernando, mi marido, me hizo entrar en el ascensor.
Aunque yo no sentía ninguna necesidad física
el me ánimo a tomar unas galletas, una píldora y una infusión en la
cafetería del hospital. Después escuchó muy atento sin soltar mi mano ni dejar
de mirarme a los ojos la narración de todo lo acontecido. Cuando nos
disponíamos a abandonar aquel lugar, una enfermera pronunció en voz alta varias
veces mi nombre. En silencio nos condujo por un laberinto de pasillos al
despacho del médico que llevaba el caso de Mercedes.
El joven
doctor, ya repuesto de aquel desagradable incidente, se mostró con nosotros
sincero, objetivo y contundente.
- El estado de su hermana es muy preocupante.
Quisiera equivocarme pero me temo que Mercedes está recibiendo algún tipo de
maltrato y ha llegado al límite. Si no actuamos rápido, conseguirá lo que se ha
propuesto: acabar con su vida. Es la tercera vez que su hermana visita este
hospital-, señaló el doctor sin dejar de observarnos- Por sus caras deduzco que
no saben de qué les hablo.
- ¿La tercera vez? ¿Pero que está usted diciendo?
-balbucee confusa y contrariada.
- La primera vez que tuve la suerte o la desgracia de
hacerme cargo de este caso aplicamos a mi paciente diez puntos de sutura en uno
de sus brazos.
- ¡Pero aquello fue un accidente!-, exclamé
indignada-, al romperse la ventana se le clavó un cristal. Fue mi cuñado, su
esposo, quien la llevó al hospital.
- ¿Está usted completamente segura de que no fue un
intento se suicidio? dijo el doctor mostrándonos el historial de su paciente.
- ¿Y la segunda… que insinúa usted que sucedió?
pregunté abatida y desconcertada.
- Le realizamos un lavado de estómago. Y créame su
hermana sabía muy bien lo que había ingerido y con qué propósito. ¡No se
equivocó se lo aseguro!.
El miedo venció al pudor y a la vergüenza y rompí a
llorar como una niña mientras Fernando me susurraba al oído tratando de
calmarme. ¡No puede ser! repetía mentalmente una y otra vez. Cómo había podido estar tan ciega.
Decenas de confusos pensamientos y extrañas sensaciones surcaban mi cerebro. Me
sentía tan culpable, tan estúpida. Mientras yo me sumergía más y más en aquel
delirio en aquella batalla interna, el médico y Fernando continuaban hablando.
Interrumpí su conversación preguntando si podía ver a mi hermana. El doctor
negó con la cabeza.
Cuando salimos del despacho fuimos conducidos a una
amplia e iluminada sala de espera. Yo permanecía de pie mirando al exterior a
través de un gran ventanal. Fernando
sentado en un cómodo sillón sacó el móvil de su americana y efectúo
varias llamadas.
Perdí la noción del tiempo. Imaginé que aquello no
estaba sucediendo. Sólo se trataba de un estúpido sueño, una horrenda pesadilla
fruto de mi inagotable imaginación. Mi marido pronunció mi nombre varias veces.
No tuve más remedio que abandonar mi viaje y regresar a la realidad.
- Tenemos que sacar a tu hermana de aquí antes de que
llegue Julio, ¡mírame!, ¿me estás escuchando?.
A mí siempre me inculcaron que hay que hacer frente a
los problemas. Negarlos, esconderlos o tratar de huir era de cobardes. Pero
Fernando cuya capacidad de análisis y decisión en los momentos difíciles
siempre me había fascinado acertaba de lleno con aquella decisión. Si Mercedes
era víctima de malos tratos no podríamos enfrentarnos a mi cuñado, a uno de los
mejores psiquiatras del país, cuya fama y prestigio se extendían fuera de
nuestras fronteras.
Custodiados por el médico la enfermera y dos
compañeros de mi marido, que vestían de
paisano portando sus armas reglamentarias y una cámara de vídeo, penetramos
como bandidos en la habitación de Mercedes. Cuando nos confirmo lo que ninguno
de nosotros hubiera querido escuchar nos preparamos para abandonar el hospital.
- ¡Vamos a sacarte ahora mismo de aquí! dijo Fernando
- ¿Y a donde iremos? preguntó Mercedes mientras
cerraba los ojos para no contemplar como la enfermera que le había salvado la
vida dos horas antes extraía de su vena una larga y delgada aguja.
- ¡Al fin del mundo si es preciso! ¡Donde él jamás te
encuentre! Vas a tener que renunciar a todo para conservar lo más preciado… la
vida.
~ Delfina Marco ~